Hay un señor en el mirador de mi casa que no deja de ponerme nerviosa. Mira hacia los lados. Se baja la mascarilla y se fuma un cigarro, se desinfecta la manos, se sube la mascarilla; repite este patrón al menos dos veces más en menos de 5 minutos, mirando todo el tiempo la hora en su reloj, inquieto. ¿A qué estará esperado? o, ¿a quién?¿Cuál será el motivo de tanto nerviosismo?¿Qué será aquello que habrá ocurrido? Pasan otros 5 minutos. Y 10 más. Y 15. Al final me voy a mi casa. Ya es tarde y se ha ido el sol, pero camino dándole vueltas a la cabeza, entre intriga y algo de tristeza por todo aquello que no sé y por el tiempo de ese señor. Un tiempo que no vuelve. Y es que en todo hay una parte de todo, y el tiempo invertido de aquel pobre hombre de la mascarilla y los cigarros nerviosos no volverá atrás. Ese tiempo que no vuelve. Como el que hemos vivido este año, tan abrupto e inesperado, cambiante y complicado. Ha desafiado todo lo que entendíamos como norma hasta el momento. No obstante, no todo ha sido malo. De hecho, diría que poniendo en balanza lo bueno y lo malo, también ha habido otras tantas cosas que me sacan, ahora que lo escribo, una verdadera sonrisa. Porque sí, considero que el 2020 ha sido un año de lecciones en todos los planos, especialmente por tener la mente y corazón reprimidos entre 4 paredes (cosa no nueva pero sí más impuesta), y la respiración contenida dentro de una incómoda mascarilla. Pero también estimo que lo bonito tiene que ser gritado y agradecido. De ahí que tú me estés leyendo ahora.
Una espiral de retos me han acompañado a lo largo de todos estos meses, empezando por mi bonito período de tiempo en Szeged –una joyita de ciudad al sur del sur de Hungría. De ahí puedo decir que, sin más que una pequeña mochila cargada a la espalda, he vuelto con tantos regalos como las experiencias que he ido viviendo. Las amistades que allí encontré convalidaban las malas faenas que de vez en cuando también la vida arrastra, y hacían multiplicar todas las alegrías que espontáneamente sucedían. Hablan de suerte en muchos casos cuando de amigos se trata, pero yo más bien apelo a ellos como tesoros, verdaderos tesoros hallados casualmente y que me han aportado una riqueza sin mesura ni valía precedente.
Además, ha sido un año que a nivel humano también me ha permitido valorar más a la gente que siempre he tenido a mi lado y que, por motivos pandémicos (claros y evidentes), me he visto estrechando aún más mi lazo con ellos. Me refiero a mi familia y aquellos amigos que igualmente considero parte de mi familia. Todos ellos, a fin de cuentas, una trocito importante de mí. Por el contrario, el mismo proceso mental a la inversa me ha servido para decir adiós a personas que, sin pena ni gloria, han pasado y se han marchado. Aprender a vivir en continuo movimiento, adaptarse y renovarse. Este también diría que es un gran regalo a considerar.
También he seguido dando brincos y piruetas como profesora de danza, solo que fui sumando challenges a medida que iba pasando el año. De estudios en edificios antiguos y altos, con suelos de madera y grandes salas de baile en Hungría, a modernos e iluminados espacios donde encontrarme de lunes a sábado, casi a cualquier hora de la tarde, bailando. Diría que he profundizado y adquirido nuevos conocimientos performáticos, permitiéndome el gusto de coreografiar un sinfín de piezas que más tarde poder enseñar. Me he vuelto a encontrar emocionada escuchando la Muerte del Cisne de Saint-Saëns, y el pas de deux rosado del Cascanueces de Tchaikovsky; emocionada por encontrarlo y también por encontrarme a mí ahí, tal y donde me dejé. Todo al bonito compás de five, six, seven, eight...
El tiempo que duró el confinamiento fueron unos meses que nos sacaron gota a gota todo aquello que estaba dentro, llamando con fuerza para poder entrar. Diría que fue justo el momento perfecto para poner paz donde había sembradas ventiscas y, entre café y café en mi balcón, mis penas se quedaron tomando el sol. Sencillamente, no me esperaba que las cosas fueran a venir así. Ahora me alegro. Porque he sabido tornar en contenido todo eso que me hablaba en silencio, dejándolo de apartar una y otra vez. Haciendo mío lo que ya era mío, supongo.
Al palo de acabar el año, recuerdo todas esas noches (y algunas que otras mañanas) en las que he sentido verdadera euforia. Vivir en el instante y captar con la retina las máximas secuencias posibles. Acabar con agujetas y sin voz. Y sonriendo al ver la galería del móvil. Como quien va a la guerra y vuelve con una medalla y muchas cartas; igual, pero con muchas fotos y sin ninguna medalla.
Rememoro también esos bonitos momentos que me sigue regalando la vida, un domingo por la mañana con churros para desayunar mientras escucho de fondo a mi padre tarareando The House of the Rising Sun. Y el mercadillo de la plaza. Y las tardes en el anticuario de libros. Y las risas en la sobremesa. Y las litrillos en Santa María, compartiendo algo más que una preciosa puesta de sol. Encontrar belleza en las cosas cotidianas, que nos sacuden tan cálidamente como ese abrazo que te da tu madre cuando lleva muchos meses sin verte. Aunque os llaméis cada día. Porque en realidad el momento de ese abrazo destruye los kilómetros que había entre medio, lo que nunca podrá hacer un whatsapp.

También he de decir que he aprendido a perderle el miedo a muchas cosas, empezando por caerme de la bici a -5ºC. O a enseñar mi parte más cursi y blandita, con un poemario. O a hacer la voltereta lateral (porque no, a mis 22 años no sabía hacerla aún).
El mundo siempre ha sido caótico y bullicioso, pero ahora se encuentra en plena catástrofe ontológica. Y yo he venido aquí para hablar del tiempo. O no. Quizás quería compartir mi tiempo contigo, como lector. Para hacerte darte cuenta que ese tiempo que pasaba por el secundero del aquel señor de la mascarilla es el mismo que el tuyo, si es que lo estás perdiendo.
Crece.
Agradece.
Y ama: ama, ama y ensancha el alma.
Hasta el año que viene. Os deseo que encontréis mucha vida para este tiempo, que sin estar nunca del todo ya está corriendo.